Esta semana vi la película Maléfica con Angelina Jolie. Me encantó pero me hizo darme cuenta que en verdad Maléfica no es más que una arrocera de bautizos, con fetiche por el látex, a quien le pareció niche usar la magia para regalar oro, mirra e incienso y se fue por la burundanga.
Lo que no esperaba era reírme con Maléfica y encontrarla ser un personaje encantador. Al volver, comencé a escribir una crítica de la película pero lo que me salió fue una nueva versión del cuento “La Bella Durmiente”. Es una re-imaginación de los hechos como se me hubieran ocurrido a mí. Está dividido en dos partes. Al final de esta primera parte está el link para la continuación.
La Princesa Que Le Dio Flojera Vivir (Parte I)
Erase una vez en un reino, en una tierra muy, muy, muy lejana de aquí (aunque si estás leyendo esto en China, probablemente sea que si al lado de tu oficina), había un Rey que deseaba con todas sus ansias tener un hija, lo cual ya nos da una señal que éste monarca no se llamaba Enrique XVIII. Sus deseos fueron cumplidos una madrugada cuando la Reina dio a luz a la única catira que no le cambia el color del pelo a los tres días de nacida, a quien decidieron ponerle de nombre Aurora. En verdad era Kerlys Aurora, pero después la princesa decidió quedarse solo con el segundo por cuestiones artísticas.
Tres meses después de recuperarse de un parto sin drogas, la Reina aprovechó que Kerlys andaba con las cincuenta nodrizas que le contrató, para ir a hacerse las manos en la peluquería del castillo. Ahí la abordaron todas las damas de la corte, pidiéndole que se abriera el dije que tenía colgado en el cuello donde tenía un retrato de la princesita. (Para el beneficio de nuestras pequeñas audiencias, debemos recordar que hubo una época en donde no se tenían celulares para mostrar fotos).
Luego de los “¡Ay me la como!”, los “¡Es como para morderle esos cachetes!” y todas aquellas frases carnívoras que suelen decir las mujeres con respecto a un pequeño humano (lo cual debe tener cierta relación con el tiempo que se pasan a dieta), una dama de compañía le preguntó a la Reina si pensaba hacer un bautizo. La Reina se encogió de hombros y le respondió: “No creo. Somos judíos”.
Si tan solo se hubiera quedado con esa respuesta, esta historia hubiera terminado con un final feliz: Kerlys Aurora hubiera crecido para casarse con un príncipe y llevar a sus hijos en un corcel llamado Minivan. Éste no fue el caso. Las demás damas de la corte comenzaron a comparar los bautizos que les habían celebrado a sus hijos, lo cual picó tanto a la Reina que mandó a que le trajeran un cura para que la bautizara en el acto y luego le secara el pelo.
“Ahora somos católicos”, le informó al Rey cuando llegó de nuevo a sus aposentos. “Saca las morocotas que ya llamé a la Agencia Mar. ¡Le vamos a hacer a Kerlys un bautizo!”
El Rey no tuvo otra opción, como no la tiene ningún hombre cuando una mujer se empeña en hacer una fiesta. Sin ton ni son, le entregó a la Reina su tarjeta ‘Soy El Rey. Dame todo lo que ordeno’ y mandó al chambelán a que invitara a la estricta intimidad (léase, todos los habitantes del reino por tratarse de un dominio pequeño).
Eso sí, solo le faltó a invitar a una persona.
“Yo creo que se fue del país”; le dijo el chambelán.
“Está muerta”, le dijo la vidente. Y luego cuando el Rey se largó, susurró: “Creo”.
“Tiene añales sin poner un cartelón en la iglesia”; le comentó el cura (sin saber que muchos siglos después Mark Zuckerberg se robaría este mismo concepto y lo llamaría Facebook).
El Rey se olvidó del tema y el día del bautizo celebró por todo lo alto. Sacó los mejores vinos, la Reina puso los mejores platos y DJ Dante trajo a sus mejores flautistas para amenizar el sarao. A la hora de presentar los regalos, los habitantes del reino le ofrecieron a la pequeña Kerlys Aurora sus mejores presentes. Brocados para sus vestidos, libros para su recreación y un germinador.
Pero sin duda los regalos más especiales vinieron de las tres hadas de un reino próximo (porque a las hadas les parece niche vivir en el mismo reino que los humanos). Ahí con sus varas mágicas, las dos primeras hadas se esmeraron, ofreciéndole a Kerlys Aurora el don de la belleza y el canto, respectivamente. A ninguna se le ocurrió regalarle inteligencia pero no nos podemos poner feministas en estos cuentos de hadas previos a la invención de la toalla sanitaria.
Cuando le tocó el turno a la tercera, el hada pensó largo y tendido sobre qué regalarle. Con el don de la belleza ya le habían tumbado su idea de regalo -una operación gratis de lolas a los quince- así que se decidió por la segunda mejor cosa: una BFF para hablar pestes de las demás BFF.
Sin embargo, al hada no le dio tiempo de abrir la boca. Una fuerte ráfaga de viento, (el cual según los científicos modernos podría haberse tratado de un huracán categoría A), abrió la puerta del Salón de Conferencias B ubicado en el patio lateral del castillo donde se celebraba el bautizo.
El Rey se llevó la mano a la boca.
A la Reina le pareció medio parcha el ademán de su marido.
Las tres hadas gritaron en coro: “¡ES MALÉFICA!”
Frente a todos los asistentes se encontraba la vieja hada Maléfica (como verán el hada se leyó esta parte del cuento y pidió hacer correcciones).
Su porte era alto, tan alto que hace mil doscientos años el elfo Osmel le había pedido que si podía ser la reina del pueblo de las hadas. Su larga capa negra con apliques de cocodrilo pintado se arrastraba por el suelo como una víbora. Los cortesanos se apartaban para darle paso, el cual fue interrumpido cuando el más torpe de ellos le pisó la capa. El hada volteó y lo apuntó con su bastón de rubíes.
“¿Tú no estás viendo que esto es un McQueen vintage?” le gritó al desafortunado. Levantó el ruedo de la capa con su mano libre y continuó a su paso hasta llegar al trono de los reyes.
“¿Y aquí nadie baja la poceta?”, preguntó. Haló de una cadena, bajó la tapa y se sentó. Miró hacia el frente. Nadie hablaba, solo la miraban con temor.
“Vaya, vaya…. “, comenzó a hablar. “Total es que aquí invitaron a Raimundo y a todo el mundo. ¿Qué más Raimundo? Tiempo sin verte, ¿cómo sigue tu mamá?… La pobre. Eso es reumatismo. Aquí veo a la realeza, la nobleza, la boliburguesía, es que hasta la plebe, está aquí. Oye, yo sé que esto es un bautizo que es que si lo más ladilla del mundo… Ay cura, no te persignes, sabes que aquí no tomas tanto como en los matrimonios… ¿Pero es que acaso a mí no me iban a invitar?”
El Rey suspiró. “No sabíamos que querías venir”, le dijo.
“¿No querer venir?”, contestó Maléfica, “si fui hasta la peluquería y todo”.
Toda la corte soltó una carcajada nerviosa. Según la leyenda, el hada Maléfica se había hecho dos coletas rastafari en un viaje por el lejano reino de Jamaica los cuales se solidificaron a tal punto que tuvo que esconderlas bajo un par de cuernos de ébano.
“Disculpe su Excelencia”, le dijo la Reina con la pequeña Kerlys en sus brazos, “la vidente nos había asegurado que usted había muerto”.
“¡Esa bruja sin licencia osó hacer una profecía de mí! Acaso este reino no aprendió nada cuando dijo que Pompeya era un lugar estupendo para vacacionar? ¡Viva es lo que estoy yo! ¡Viva y picada! ¿Ustedes saben lo embarazoso que significa para mí venir a arrocear un bautizo donde ni siquiera te ofrecen papitas de leche?”
Justo en ese instante pasó un mesonero con una bandeja. “¿Gusta de papitas de leche vuestra Excelencia?”
Maléfica tomó dos en una servilleta. “Gracias”, le respondió.
“¿Y no se siente ofendida de no haber sido invitada, su Excelencia?, preguntó el Rey.
“Para nada su Majestad”, respondió el hada. “Y para mostraros a todos que no tengo ningún rencor, yo también le concederé un don a la princesa real”.
En ese momento sonaron dos trompetas con un ruido tenebroso.
“Disculpen”, gritaron los trompetistas. “Estábamos practicando”.
Maléfica se levantó del trono y levantó su bastón hacia el techo. “Oíd bien todos, la Princesa crecerá en gracia y belleza, amada por todos los que la conocen. Salvo tú Teresita que le tendrás envidia. Pero, ¡al ponerse el sol el día en que cumpla los dieciséis años, se pinchará el dedo con una engrapadora y morirá!”
Maléfica esperó por un nuevo sonido de trompetas para que el efecto de su maleficio calara entre la audiencia, pero solo oía murmullos de confusión. Luego se dio cuenta de que la engrapadora no sería inventada hasta que la sexta descendencia de todos estos imberbes viviera.
“Está bien, cambio mi conjuro”, sentenció. “Se pinchará el dedo con el huso de una rueca. ¡Y morirá!”
Ahí comenzaron a sonar todas las trompetas, flautas y timbales con gritos dramáticos de la audiencia en negación y tan solo un “¡Siiiiiiiiiiiiii!” de la niña Teresita que ya a esa edad era una envidiosa insoportable.
“¡Arrestad a esa hechicera!”, gritó el Rey, señalando a Maléfica.
“Aléjense idiotas!”, alertó Maléfica enfurecida. “Es en serio que esto es un McQueen y la tintorería me lo quemó la otra vez”. Con eso dio una vuelta dramática y caminó hacia la puerta. La gente se apartaba en miedo, mientras el hada daba pasos estruendosos. Cuando llegó a la puerta volteó, miró al Rey y a la Reina sollozando y sentenció: “Así los quería ver… Eso les pasa por no invitarme a este bautizo. Por cierto, ¿no quedarán más papitas de leche?”
El mesonero corrió hacia ella con la bandeja. Maléfica tomó una servilleta y envolvió seis. “Por si me da hambre en el camino. ¡Chao idiotas!”
Cerró la puerta del salón con fuerza. Un cartelón que decía 'FELICIDADES A LA NUEVA CRISTIANA KERLYS AURORA', colgado encima de la puerta cayó del impacto.
La corte estaba estupefacta. El Rey y la Reina lloraban con Kerlys Aurora entre sus brazos. “No, mi hija, no!”, decía la Reina. “¿Cómo me la van a matar antes de que pueda organizarle el matrimonio?”
“Y encima, morir virgen”, susurró un cortesano. “Qué pérdida de vida”.
El Rey preguntó a los asistentes si alguien conocía a un hechicero anti-conjuros. Un miembro de la Corte levantó la mano. “Yo tengo un primo que lo hace”, gritó uno. El Rey respiró aliviado. El cortesano volvió a hablar: “Pero usted lo mandó a ejecutar ayer por hechicero”. El Rey pegó su mano empuñada fuertemente contra su trono de oro. “Demonios”, pensó. “¿Quién me manda a mí a estar adicto con la obra ‘Inquisición’?”
En ese momento, el hada que aún no había concedido su regalo, levantó la mano.
“¡Yo puedo ayudar, yo puedo ayudar!”
“¿Puedes quitar el hechizo de la muerte, erradicar todas las ruecas del reino y asegurarme que mi hija jamás se pinchará ni con un alfiler?”, preguntó el Rey.
“Sí, pero me da flojera”, contestó el hada. “En realidad lo que voy a hacer es concederle un antídoto al maleficio. ¡La princesa no morirá!”
La corte respiró aliviada. El hada continuó: “Pero al pincharse con la rueca dormirá por cien años hasta que un príncipe la levante con su primer beso de amor”.
“¿CIEN AÑOS? ¡En cien años vamos a estar todos muertos!", gritó la Reina.
“Bueno, pero la princesa no”, contestó el hada.
“¿Y no has podido hacer un conjuro de cinco años por lo menos?”, preguntó desesperado el Rey.
“Hmmm… no se me ocurrió, y ya no lo puedo cambiar”, dijo el hada con resignación.
Temiendo un linchamiento, las dos otras hadas la agarraron. “Es mejor que nos vayamos para que dejemos a los reyes descansar”, susurró la mayor.
“Cien años,” gritaba la reina, llevándose las manos en la cabeza, luego de poner a la princesa en su cuna… “¿Quién le va a dar un beso a una anciana con mal aliento?”
Las hadas cerraron la puerta del castillo con pesar. La última en dar su regalo habló: “Qué horrible todo esto. Me da una lástima por la pobre princesita…."
“Sí qué lástima”, dijo otra. “Oigan, ¿a alguien no le provoca como un helado?”
“¡Ay sí!”, contestaron las demás y se fueron hacia la heladería más cercana para olvidar el incidente.
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Segunda Parte.